Octavio Rodríguez Araujo
Una extraña huelga
A 61 días de haber estallado la huelga, el sindicato de la Universidad Autónoma Metropolitana seguía (o sigue, si nada cambió del martes a la fecha) sin aceptar las propuestas de las autoridades universitarias y de las laborales. En la última votación, según versión de El Universal.com (1/4/08), hubo 67 votos en contra de la propuesta de la Secretaría del Trabajo, 18 a favor y 56 abstenciones. Este número tan alto de abstenciones es, en mi lectura, un rechazo “no comprometido” a la posición de quienes han insistido en mantener la huelga para, según ellos, conseguir lo más cercano a sus demandas originales.
Hace unos 15 días la rectoría de la UAM ofreció el cien por ciento de los salarios caídos, 4.25 por ciento de incremento directo al salario y 1.2 por ciento en prestaciones, si el sindicato levantaba la huelga en 24 horas. Los huelguistas no aceptaron. Ahora el ofrecimiento es de 50 por ciento de los salarios, un bono único de 2 mil 500 pesos y la misma oferta de aumento de salarios y prestaciones. Dijeron que no, pero no todos, sólo 47.5 por ciento de los delegados reunidos. Y este dato no toma en cuenta que, según la secretaria del sindicato, hubo manipulación, impedimentos de voto y negativas de registro a otros miembros.
Asumo que los trabajadores en México están mal pagados y que los de las universidades públicas no son una excepción, especialmente en la franja de los administrativos. Esto es una dolorosa realidad. Pero, ¿es lógico que estos trabajadores quieran recuperar el deterioro de sus salarios reales de 15 o más años en una sola huelga por mejores condiciones? Desde el gobierno de López Portillo existen los topes salariales, impuestos por el Fondo Monetario Internacional a nuestro país y aceptados por aquel gobierno y los que le sucedieron. Y el cálculo gubernamental ha sido, incluso durante la bonanza petrolera de los años 80, que dichos topes no rebasaran los índices promedio de inflación. Ésa fue una medida absolutamente contraria al llamado salario remunerador y un duro golpe a las expectativas de millones de mexicanos que lo único que han visto es que ahora pueden comprar menos con su salario, de por sí bajo.
Es duro, pero así es la realidad en este capitalismo cuentachiles y subdesarrollado que padecemos todos, salvo los grandes empresarios cada vez más ricos, desproporcionadamente más ricos. Lo que han querido algunos líderes del Sindicato Independiente de Trabajadores de la UAM está fuera de la realidad. Casi todos los sindicatos demandan altos aumentos salariales, pero para ser negociados, y así se ha entendido incluso antes de que hubiera topes a los salarios. Se puede pedir 50 por ciento de aumento, pero todo mundo sabe, si no está mal de la cabeza, que finalmente se logrará un cuatro, un seis y hasta un ocho por ciento, más prestaciones. Los del SITUAM no. Ellos –no todos– han insistido en el 35 por ciento demandado originalmente, o su equivalente en salarios, prestaciones y cambios en el tabulador. Y así llevan más de dos meses, tratando incluso de pasar por encima de la secretaria de su sindicato, quien, aunque no muy experimentada en estas escaramuzas, fue votada por mayoría para ocupar el cargo que tiene. El ex dirigente del sindicato, entre otros igual de maximalistas, ha sido uno de los dizque ultras que creyeron, como algunos compañeros de la Montaña en Guerrero, que había que adelantar algo así como una revolución; una revolución en una isla llamada Universidad Autónoma Metropolitana. Con esta actitud estos ultras están poniendo en riesgo su centro de trabajo como fue concebido y hasta su propio sindicato. El pronóstico para éste es reservado y no se duda, en estos momentos, que terminando la huelga (ultras mediante) se divida como ocurrió en la UNAM en tiempos de Soberón: administrativos por un lado y académicos por otro.
Es grave y miope lo que algunos están haciendo, por mucho que tengan razón en buscar mejorar su ingreso real y el de sus compañeros. Bajo gobiernos panistas, continuadores menos inteligentes que sus antecesores priístas y tecnocráticos, las universidades públicas han corrido y corren peligro (véanse si no los gratuitos y absurdos ataques que ha recibido la UNAM en los últimos días). Desde los tiempos de Miguel de la Madrid se ha querido privatizar a las universidades públicas, y en buena medida se ha logrado (como lo demuestran las cuotas que se cobran por inscripción y colegiatura en centros de estudio que debieran ser gratuitos según nuestra Constitución vigente) y, aun así, los ultras sindicalistas (no todos) han cerrado su universidad por más de dos meses. Este cierre, como otros habidos en el pasado, inclusive en la UNAM, puede provocar que muchos estudiantes cuyas familias puedan pagar universidades privadas se vayan a fortalecerlas, no sólo con sus pagos de colegiaturas, sino con lo aprendido en la universidad pública que ya invirtió en ellos una parte de su carrera profesional.
Toda demanda, por justa que sea, debe tomar en cuenta el tiempo y el lugar en que se plantea, además de las pautas lógicas de una negociación. En el caso analizado no parece que se tenga conciencia de ello, sino más bien que se trata de una suerte de rinocerontes que parecen decir con su intransigencia: voy derecho y no me quito.